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IMPULSO Estado de México || Sección Cultural

Mantarraya

Mantarraya

Celene García y el lago congelado

Por: Heber Quijano

El erotismo femenino siempre persigue un deleite más sublime que el masculino, siempre tiene una fuerza más volcánica y subterránea que el oleaje impaciente y alebrestado que el viril y fálico de la publicidad misógina e intransigente. Si el erotismo es un disparo de la imaginación, A la orilla de un lago congelado (2006) de Celene García puede ser la delectatio morosa del cuerpo cuyos deseos eróticos (insaciables como son) han sido vanamente, momentáneamente satisfechos, o la reflexión poética de esas reminiscencias eróticas.

Como dice Roland Barthes, "el lenguaje es una piel: yo froto mi lenguaje contra el otro […] Mi lenguaje tiembla de deseo". A la orilla…, con sus tartamudeos y tropiezos, gira alrededor del deseo, de esa piel ya aterida, de esa humedad ya cristalizada y endurecida.

Envuelta en un ambiente repleto de sabores, aromas, texturas, sombras, flores, insectos y animales, el discurso del Yo lírico puede confirmarnos, con Barthes, que "el discurso de la ausencia lo pronuncia la Mujer". Con un dejo de ironía, menciona: "me inclino a soñar/ con la mano en la mejilla/ como anacrónica princesa/ en medio del tránsito oficinesco/ y me pincho un dedo y sangra/ sangra intenso escarlata". El incógnito y arquetípico príncipe azul, más que cumplir con la hipótesis de Barthes: "el otro se encuentra en estado de perpetua partida, de viaje; es, por vocación, migratorio, huidizo", más que ser el incesante anhelo femenino, se convierte en una rémora. Agazapada en la cotidianidad, la reminiscencia erótica (o su vaticinio) detona el acto erótico: "la humedad permanente al interior del follaje/ secreta un olor a tierra un sudor que abre sus gotas".

Dividido en tres secciones, el erotismo se nos devela como la transparencia del mundo en el que se congrega la fertilidad de la tierra, el bosque que arropa, que ofrece su seno a sus habitantes: flores, ríos, cañadas y una multitud diminuta de insectos (catarinas, libélulas, caracolas, abejas, orugas), cuyas milimétricas extremidades simulan la sensación táctil de la caricia: "déjame temblar sobre la yema de los dedos/ como un insecto tímido/ en la madrugada".

El cuerpo se equipara con un lago congelado, cuya humedad no aviva brasa ni se regocija con la propia; que se derrite por la ausencia de goce —"frío que coagula mis huesos/ en la mañana"—, por la lejanía de la caricia reflejada en las repetitivas sinestesias —"succiona la ilusión de sus bulbos amargos", "saborear/ el olor a barro el color del viento", "sabor a limón/ agria concentración de las entrañas", "olor a conífera"—; por el calor que invoca el cuerpo inmolado en el desdén —"al fondo la carne abierta/ sacrificio/ prisionero inmolado"—; por la reminiscencia misma —"contemplo las brasas/ que arden como cristales de hielo salvaje", "Déjame decir cómo se desmorona/ el tiempo en migajas de cuerpo"—, y que nos remiten a "Polvo de fuego" de la propia Celene: "Todavía quedan las brasas que hielan mi superficie de agua".

García, Celene (2006), A la orilla de un lago congelado, Toluca, IMC.

----- (1993), "Polvo fuego", Soles ciegos, Toluca, GobEdoMex-Tinta de Alcatraz

Comentarios: heberquijano@yahoo.com.mx

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