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IMPULSO Estado de México || Sección Cultural

Mantarraya

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Seamus Heaney y el retorno constante 

Por: Heber Quijano

Acercarse a la poesía a veces suele ser complicado. En muchas ocasiones por los desplantes grandilocuentes de los poetas que ansían convertir sus poemas en jeroglíficos casi ilegibles; en otras por la inutilidad que el probable lector cree, absurdamente, adjudica a la lectura "por placer" de la poesía misma. Sin embargo, erróneas ambas posturas, siempre hay algo que descubrir en cualquier lectura.

El ajetreo cotidiano y la superpoblación de información constante, reiterativa, contradictoria e infinita que nos llevan los medios hasta los ojos, hayan convertido a la reflexión en una actividad vacía, absurda, incluso perjudicial. Perder el tiempo en pensar, qué va, el mundo no espera. Es claro que no tenemos que descifrar el orden del universo. Pero pasarse la vida en el automatismo del conductor que ya sabe de memoria su ruta, es dejar que la arena de lo inefable se nos escurra entre las manos. Y por inefable me refiero a aquello que el hombre siempre ha buscado entender: los múltiples, minúsculos y endebles significados de la vida.

Seamus Heaney ha descifrado la rememoración de la infancia y la juventud como uno de ellos, el más importante en Viendo visiones (Conaculta, México), traducido por la siempre pujante Pura López Colomé, quien hace poco fuera galardonada con el Premio Xavier Villaurruita.

El poemario de Heaney hace del recuerdo infantil un viaje, el viaje que hiciera Dante con Virgilio por el Infierno. El poemario del irlandés, ganador del Nobel de Literatura en 1995, hace un recuento de los goces y descubrimientos infantiles y juveniles: el fútbol, los paseos por el paraje irlandés, la pesca, las juergas puberales recién descubierta la cerveza y la frescura de la mujer.

"Marcas" es un ejemplo de ello: "La cancha: cuatro chamarras de porterías,/ sin más. Las esquinas y las cuadraturas/ eran ahí longitud y latitud"; la cancha era, así, el mundo. El poeta grandilocuente que talla sus jeroglíficos con un léxico impronunciable habla de temas más "sublimes", "metafísicos". Al menos eso es lo que cree.

Hablar de cosas tan nimias es perder el tiempo. Por eso, a veces, la poesía se queda en el estante. Heaney, en cambio, encuentra esos temas metafísicos en lo habitual. Descifra lo "inefable" en lo elemental: "La primera vez que las cosas me atraparon deveras/ fue cuando aprendí el arte de pedalear (a mano) una bicicleta volteada patas arriba, y conduje/ su rueda trasera con rapidez sobrenatural./ Me fascinaba la desaparición de los rayos". La implicación simbólica de lo redondo (cíclico) con la transparencia daría para una sesuda disertación que tanto le gusta leer a los intelectuales.

Heaney pinta con soberbia exactitud ese momento de madurez al percibir al padre ya no como el héroe, sino falible: "Bendito sea el desapego del mudo amor/de aquel hombre bajo, de anchos hombros, que temió endeudarse toda su vida"; y "Mi padre es un niño descalzo con un mensaje,/ que corre a la altura del ojo entre hierba y paja,/ la tarde en que murió su padre". Heaney demuestra esa sensibilidad tan viril y melancólica, arrebatada a veces, que tanto se percibe en los escritores irlandeses. Acercarse a la poesía a veces quema, asombra, redime, y si no lo hace, en algo falla.

heberquijano@yahoo.com.mx

 

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