Escaramuza
Retro. Una de las pandemias del posmodernismo
Por: Polo Castellanos
En sociedades como la nuestra, que con toda su parafernalia intenta ocultar la realidad del individuo que vive en condiciones de opresión, ignorancia e injusticia, el posmodernismo se plantea prácticamente como una cultura oficial y el Estado lo propone como una fuerza de dominación social, de penetración cultural y de destrucción de nuestros patrimonios históricos, artísticos y culturales. Y dentro del fenómeno de la globalización resulta degenerativa, de los valores éticos y morales como principios universales del hombre, y un atentado a la cultura nacional.
Las propuestas artísticas se alejan cada vez más del goce estético y, salvo excepciones, nos embisten con discursos amorales, manipuladores y clasistas; sobra decir que también incomprensibles. Así, la pintura con un lenguaje propio es sustituida por obras que carecen de un contenido plástico o creativo.
El abuso del Ready Made, concepto creado por Marcel Duchamp y del que advertía sobre su uso excesivo, así como las instalaciones, son ejemplos muy claros y cuestionables de lo que la cultura oficial entiende y encasilla como arte. Asunto muy conveniente para evitar la obra plástica de orden político, social o público y darle continuidad a un proyecto posmodernista que divide lo cultural de lo social, o que simplemente retoma del pasado lo que mejor le viene.
Uno de los planteamientos más atroces es el de las modas retro que surgen como un parteaguas al desarrollo natural de la cultura y el arte, pero también como un acto de censura.
Impulsada por la nostalgia hacia el pasado, el posmodernismo retoma algunos elementos de corrientes y culturas anteriores para reciclarlas en el presente, pero sólo lo que le es útil. Es devolverle al pueblo las expresiones culturales que creó y por las que luchó pero sin su esencia más íntima. Y en esta nostalgia por el pasado la moda retro no es más que la mercantilización de los símbolos e imágenes que marcaron toda una época y a toda una sociedad, símbolos descontextualizados, claro está, de sus roles políticos y sociales. Ejemplos hay muchos.
La mítica imagen del Che Guevara, inmortalizada por el fotógrafo Alberto Korda, entonces censurada y motivo de persecución por parte de los estados totalitarios y el imperialismo, hoy se vende en cada esquina en camisetas, carteles, botones, pantalones, parches, incluso en las grandes tiendas de renombre desde Nueva York y Tokio hasta la Patagonia. Claro, se vende sólo la imagen, de lo contrario no funcionaría. Imaginemos que en una de estas tiendas compráramos una chamarra de lentejuelas con la imagen del Che acompañada de una edición de Guerra de guerrillas; o un botón del smilie (la carita sonriente que aparece en los sesenta como símbolo del LSD) y con una promoción de dos ácidos por botón. Sería contradictorio y absurdo para el sistema. Al menos el Che se salvó de aparecer en alguna obra de Andy Warhol entre latas de sopa Campbell’s, lo que no sucedió con Mao Tse Tung.
Ni Pancho Villa se ha salvado. Se le reconoce como un ebrio, mujeriego, bandolero, asesino loco, orgullo de todos los borrachos cuando beben tequila ¡Viva México, cabrones!, a lo largo y ancho del país incluso, paradójicamente, también para los gringos, y cuya imagen se encuentra en cualquier cantidad de antros etílicos. Pero no se le reconoce como el guerrillero y revolucionario que luchó por su pueblo y que un día, para la desgracia de los gringos, invadió Estados Unidos.
Y la "onda retro", como le dice el popolo, sigue y sigue. Uno de los ejemplos más evidentes se da en el vestir y en la apariencia. El arete y el tatuaje que representaban una de las protestas más contundentes contra la moral burguesa de los años sesenta. Hoy como "pearcing" y "tatoo" decoran e ilustran el cuerpo humano desde las orejas hasta los genitales de los más atrevidos, por el simple hecho de que están de moda. Y si está de moda entonces está socialmente permitido. Lo mismo pasa con la minifalda (¡viva!), el biquini, la tanga, el pantalón de tubo, el acampanado, el etcétera. Bueno, hasta las drogas, la experimentación, la expansión sensorial y mental quedó atrás; hoy es la evasión y el reventón. Terreno fértil para el narcotráfico y sus cómplices. Regresaron el LSD y las anfetaminas pero recargadas. El negocio perfecto.
Y como si el mundo no estuviera henchido de creadores, también en la música. La música disco, por ejemplo, de hace 40 años que ya era abominable justamente por carecer de contenidos, regresó para quedarse. El llamado cover, alimento del intérprete, le rompe toda su maraca a las composiciones más extraordinarias y las transforma en versiones que van del tecno a la cumbia, quitándoles su esencia creadora. Recrear sobre lo ya creado ¿será válido?
Sin embargo, ante este posmodernismo reaccionario que desecha los contenidos políticos y sociales de las expresiones artísticas y culturales, existe la contrapráctica en un posmodernismo de resistencia que, en suma, busca la crítica de los orígenes, no un retorno a estos, deconstruir críticamente la tradición pero no para retomarla como un folklorismo, y trata de cuestionar más que de explorar códigos culturales, sin dejar a un lado sus ordenamientos políticos y sociales. Los artistas buscan en el humanismo y en el replanteamiento de los valores culturales, sociales, morales, éticos y políticos en el que los Estados Nación se fundamentan, volver a unir el trabajo intelectual con el arte. Y sobre todo, plantear nuevamente un arte democrático.
Pero si nos queremos poner bien retros, sigamos dándole vuelo a la hilacha que todavía faltan varios milenios de historia que podemos convertir en los más superfluos y tal vez, sólo tal vez, finalmente perdamos nuestra identidad, nuestra historia y nos hundamos en el abismo de la ignorancia.
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