Las razones del diablo
Lo futil y la vanidad Por: Dionicio Munguía J. La muerte de Richard Blackwell, el creador de la lista de los peores vestidos del jet set dejó consternado a una determinada capa social del mundo. Aunque, como dicen los que estuvieron en esa lista, no era muy agradable aparecer ahí, siempre se extrañará la decisión de incluir a personalidades de la farándula y declararlos como personas que no saben combinar su ropa, o los accesorios o los colgajos que se agregan a la imagen pública que representan. Algo futil, innecesario, ese juego de la vanidad que nos quita el sueño a muchos y nos desvela cada vez que leemos las noticias en el periódico. Es extraño, pero yo también tendré una parte de la melancolía que cubre las calles de Hollywood, y estaré un tanto triste porque, ya lo sé, nunca estaré en esa lista. Ahora tendré que vivir con la certeza de que mi vestido, mi mejor ropa, no será calificada por Blackwell, ni mi nombre aparecerá en primer lugar, ni seré el hazmerreír de todos, porque la vanidad que no poseo será la única afectada por esta razón. Ahí donde entre la hoguera de vanidades, el sentido que la industria del cine, más la industria del chisme, tan de moda desde el principio y que nunca ha dejado de existir, aunque algunos no le veamos el menor chiste. Eso que se transforma en futil, en vanidad, en superficial, pero que llena la existencia de algunos, o de muchos que viven la nostalgia, al menos en México, por la aristocracia. Es cierto que hemos trasladado esa aristocracia a los actores. Los hemos convertido en héroes, en villanos de nuestra imaginación, modelos a seguir (aunque los modelos tengan defectos tan humanos, tan simples). La nostalgia por lo insutil, por lo superficial, es tan grande que la televisión abierta, y la de cable también, dedican las mejores horas de la tarde a transmitir esos programas peleoneros, por instantes ridículos, donde nos enteramos hasta lo que van a tirar al baño, sin necesidad real de saberlo. Y son divertidos, eso que no quepa duda, pero a la larga, con mejores cosas en que pensar, terminan en segundo plano (pero no para todos). La realidad de nuestra sociedad acepta este tipo de expresiones humanas. Es parte de la naturaleza, de la idiosincracia, de la necesidad que tiene el hombre por héroes, aunque sean de cartón, o de plástico, o de cristal. Freud establecía que los hombres, todos los hombres, siempre son héroes en los sueños, pero la sociedad ha ido trasladando esos sueños a la vida real, los hace de carne y hueso, los viste de irrealidad, los eleva al séptimo nivel del cielo y después los destruye, los avienta al piso y los olvida. El mundo del espectáculo está lleno de historias semejantes. Grandes actores, excelentes actrices, con vidas destruidas por el alcoholismo que, casi siempre, es provocado por una crítica excesiva; una mente no muy equilibrada que no aceptó el instante cruel y no logró superar la crisis en que se hundió. Y quedaron entonces en la soledad, fuera de los reflectores, flashes, ruedas de prensa y paparazis insistentes, persecutores, indagadores de una intimidad a la que no fueron invitados, no al menos de manera abierta. Lo futil y la vanidad campean en este momento por la televisión, y aunque muchos dirán que siempre ah sido así (y posiblemente así lo sea), es necesario reflexionar un poco sobre si de verdad necesitamos a esos héroes. Por lo pronto, sacaré mis peores garras y me iré a la fiesta del año, con la certeza de que nunca estaré en la lista de los peores vestidos del mundo.
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